Para todo aquel con dos dedos de frente, la relación entre fotografía y memoria parece obvia. Habitualmente este vínculo se piensa en función de la capacidad referencial de la imagen, esto es, en la posibilidad de la fotografía de referir, mostrar y evocar acontecimientos o circunstancias del pasado. Las fotos de una boda, del cumpleaños de mi abuela, las imágenes de Héctor García sobre el movimiento vallejista, o las fotografías de Koudelka sobre la invasión soviética de Checoslavaquia, buscan aludir a un momento del ayer, a un hecho del que debe quedar memoria. Podemos decir que Koudelka y mi abuela tienen en común un afán por preservar, a través de un lenguaje visual, un acontecimiento significativo. Por supuesto la significación es distinta, pues a pesar de la enorme trascendencia que la abuela ha tenido en mi vida (yo no sería quien soy sin sus abundantes desayunos), sería iluso comparar el impacto de su cumpleaños con la ocupación militar de un país en el contexto de la Guerra Fría. A pesar de ello, dichas fotografías nacen todas del mismo impulso primigenio del hombre por conservar, en este caso a través de la fotografía, lo que ha sido, lo que fue, lo que pasó; sabiendo que la imagen goza de la mencionada capacidad referencial.
(Foto: Pedro Meyer)
La mayoría de nosotros estamos familiarizados con este tipo de vínculo entre fotografía y memoria, sin embargo “Un canguro llamado huachinango” (taller impartido en la Fundación Pedro Meyer) me llevó a pensar en los otros posibles nexos entre memoria y fotografía.[1]
Como muchos sustantivos del español “memoria” es una palabra que puede utilizarse con muy diversos significados en una enorme variedad de circunstancias. “Memoria” es la facultad psíquica por medio de la cual se retiene y recuerda el pasado. Es la huella o vestigio (material o inmaterial) del ayer, o incluso el pasado mismo visto desde la actualidad del sujeto. Hacer memoria es el acto mediante el cual (consciente o inconscientemente) enunciamos para otros, o para nosotros mismos, acontecimientos del pasado propio o compartido. El mismo vocablo se utiliza para referirse a la facultad mental de todo individuo, al objeto material, al pasado propio y colectivo y al acto de recordar. Incluso se refiere a este supuesto espacio, pequeño cofre, dentro de nuestro cerebro, en donde cuidadosamente atesoramos aquello que recordamos, o creemos recordar, sobre lo que ha pasado en nuestra vida y en nuestro entorno.
Contrario a la multiplicidad significante de “memoria”, “fotografía” goza, como pocas palabras, de un significado casi unidireccional, lo cual no quiere decir menos flexible. A pesar de las dificultades de definir en qué momento preciso los calotipos, daguerrotipos y otros procedimientos contemporáneos a ellos, pueden considerarse propiamente fotografías; y a pesar del debate actual en torno a la validez o no de la manipulación digital; casi todo el mundo, aceptará el llamar “fotografía” a cualquier imagen consecuencia de la acción de la luz sobre una superficie sensible. Sobra decir que el término es, ante todo, versátil, pues resulta igualmente válido para denominar la imagen estenopeica, análoga o digital, entre muchas más.
Dicho en otras palabras, a pesar de la mencionada versatilidad, casi cualquier persona al ver una fotografía la reconocerá como tal y la llamará con ese nombre, y casi nadie llamará “fotografía” a un óleo, un poema, una escultura o cualquier producto de otra técnica de representación.
Pensemos lentamente en los múltiples significados de memoria. Repasemos somera e imaginariamente la amplitud de imágenes que (a pesar de sus enormes diferencias) son todas fotografías. ¿No será que la unión de memoria y fotografía es aún más fértil de lo que pensamos? La fotografía como memoria gráfica, como referencia, fotografía como huella, como pasado, fotografía como el acto mismo de recordar.
“Un canguro llamado huachinango” me mostró imágenes de jardines y cafetales, de mujeres, maniquíes, de circos, carnavales, del dolor de un poblado y del dolor de un pueblo. Amateurs, profesionales y escolares, análogas y digitales. Todas fotografías y todas con un distinto vínculo con la memoria, sin que estos sean excluyentes entre sí.
Sobre el primer nexo ya he hablado. La función referencial de la imagen fotografía crea la ilusión de exhibir el mundo tal cual es. La foto es entonces un recurso informativo que nos permite acceder a acontecimientos del pasado o del presente. Esto es lo que pasa al mirar las fotografías de los jornaleros en los cafetales y las barricas en donde duermen, o quizás al contemplar aquellas imágenes de mujeres dolientes, que en medio de un llanto sin lágrimas, esperan la llegada de un ataúd en Michoacán. En estos casos la fotografía nos muestra un fragmento de la realidad pasada, o al menos del presente recién transcurrido. La fotografía es en estos casos recuerdo.
(Fotos: Mauricio Jiménez)
Estas imágenes son también memoria futura, pues seccionan, cortan, seleccionan y fijan, un pedazo del mundo para los ojos de quienes estén después de nosotros, quienes construirán con ellas parte de su memoria al mirar nuestros periódicos, archivos, revistas o álbumes.
En otros casos las fotografías son el objeto mismo de la memoria. En aquellas imágenes que integran una carpeta de trabajo o un proyecto escolar, las fotos son el evento en sí mismo. No el recuerdo, sino el pasado. El objeto fotográfico, la impresión, el archivo, la toma, son entonces el acontecimiento que después será recordado. Las imágenes de mujeres y maniquíes, en aparadores o en la calle; la fotografía en que una muchacha entra solitaria a un vagón de metro; las imágenes de rabinos que transitan morados frente a fondos naranjas; o aquellas que muestran el desempeño de un estudiante que juega con las luces, las distancias, los objetivos. En todas ellas, la fotografía es a la vez objeto y suceso, y nuevamente se proyecta como memoria, como objeto de la memoria del mañana. El pensar la fotografía como acontecimiento, es moneda de uso corriente, pues es así como la abordan los historiadores, críticos y analistas de la imagen.
(Foto: Claudia López)
También existen imágenes que reflexionan. Que transmiten sensaciones y opiniones personales o colectivas. Fotografías que juntas son un discurso gráfico, una elaboración visual y consciente del pasado. Las imágenes de un parque devastado, de plantas marchitas y senderos maltrechos, son una analogía de la incertidumbre y de la depresión. Del duro paso de la crisis que se respira en el aire y de quien la siente dentro del propio pecho.
(Foto: Alejandro Briones)
Las fotos del carnaval de Iztapalapa, de aquella profusión de charros, payasos, hadas y reinas, son una reflexión sobre lo pintoresco. Sobre la versatilidad de la cultura, sobre las espirales en que se funden fantasía y realidad, glamur y pobreza. En ambos casos la fotografía (la imagen fotográfica y el acto creativo que le da origen) es la forma en que construye el recuerdo, la técnica de que se sirve la memoria para pensar y caracterizarse.
Hay que pensar además en la fotografía como vehículo. No como recuerdo, sino como el acto en sí de recordar, de acordarse, de sentir nostalgia, de sumergirse viéndose por dentro a uno mismo y a los suyos. Las fotografías de tétricas montañas de zapatos, maletas, anteojos, único rastro material de quienes fueron injustamente asesinados en Auschwitz, transforman a la imagen en un canal entre la memoria personal y la colectiva, entre la memoria de una mujer y la de su pueblo. Las fotos del circo, de sus carpas y tráileres, de sus artistas y su colorida festividad itinerante, nos muestran el rostro de un hombre que muchos años antes se había liberado tomando fotos del circo. La fotografía (como imagen, como acto creativo y como fenómeno colectivo) es estos casos una forma en que el fotógrafo vuelve sobre su propio pasado.
A pesar de lo contrastante de las temáticas, ambas series tienen mucho en común. En ellas la fotografía es una forma de visitar (o re-vistiar) la historia. Es aquí la foto un vehículo de la memoria, una vía de la introspección, una forma de volver sobre los propios pasos y adentrase hondo, hondo en la memoria. Es esto lo que pasa en los ojos perdidos, de quien vuelve sobre sus álbumes fotográficos y se encuentra consigo mismo en las imágenes familiares. La fotografía se convierte entonces, en uno de los pocos, poquísimos, mecanismos en la vida cotidiana, que llevan al ser humano a volver sobre su pasado, sobre su historia.
En todos estos casos la fotografía (entendida como la práctica que implica pensar, crear, mirar y conservar imágenes fotográficas) es una praxis individual y social vinculada a la memoria.
Hace poco, en un diplomado que nada tiene que ver con "Un canguro llamado huachinango”, dos queridos maestros aseguraban que antes la gente tomaba fotos para recordar, mientras que hoy lo hacían para olvidar. Sí y no. Lo que ellos quisieron decir es que antes del fenómeno digital, la gente común (el ciudadano de a pie, aquellos afortunados seres humanos con una cámara en su poder) solían fotografiar aquellos momentos que deseaban recordar. Aquellos momentos, actores, hechos o circunstancias que deseaban preservar dentro de su memoria. Por el contrario en la actualidad, la humanidad fotografía para NO recordar, esperando que la imagen sustituya al recuerdo, pues es tal nuestra capacidad para fabricar fotografías, y después para acceder a ellas, que dejamos de lado nuestro propio recuerdo. Según mis profesores: fotografiamos para olvidar.
Sí y no. Aunque el argumento construido en el párrafo anterior es harto convincente, falla en su percepción de lo que es la memoria individual y colectiva. Es cierto que la gente (tanto amateurs como profesionales, yo, usted, nosotros y ellos) fotografía para olvidar, sin embargo este fenómeno no es nuevo y, contrario a lo que parece, ello no se contrapone a fotografiar para recordar.
A primera vista un recuerdo se construye con lo que recordamos. Sin embargo, en una reflexión un poquito más profunda, la materia prima del recuerdo, de la memoria y también de la fotografía, es el olvido. Lo que no pudimos asir, lo que se escapa, lo que no vimos o no quisimos ver, que queda fuera de cuadro, lo que nunca notamos. La memoria se construye primero con lo que olvidamos (consciente o inconscientemente) y sólo más adelante, con todo aquello que sí conseguimos preservar y que re-interpretamos desde la circunstancia presente.
Se suele pensar a la memoria como un cofre de recuerdos, como palacio del pasado, como un rinconcito en el cerebro en donde hurgamos a voluntad buscando aquello que se recuerda. Los estudios sobre el funcionamiento del cerebro, han demostrado que lejos de ser una especie de computadora con un lugar específico donde se aloja la memoria, nuestra mente construye una memoria activa. Lejos de contar con el mencionado cofre, lo que existe es más bien el proceso dinámico de recordar o evocar. En otras palabras, no existen recuerdos fijos ni fijados en parte alguna del cerebro, recordar es más parecido a crear que a reproducir. El acto mediante el cual accedemos a la memoria, el acto de recordar, es flexible, cambiante y se encuentra marcado por nuestras preocupaciones, sentimientos y características presentes.
Es cierto que al fotografiar olvidamos (siempre lo hemos hecho), pero es a partir de lo que deja dicho olvido que construimos nuestros recuerdos y nuestras fotografías.
La praxis fotográfica es como la praxis de la memoria, pues toda fotografía tiene un fuera de cuadro mucho más grande que el contenido de la imagen misma. Ninguna fotografía dice más de mil palabras, entre otras cosas, porque siempre varia su significado por la circunstancia en que se hace pública o privada, por la situación presente de quien interactúa con ella.
Tantos y tan fuertes son los vínculos entre fotografía y memoria que incluso hemos convertido a la fotografía en una facultad, una capacidad específica, que, aunque adquirida, es insustituible para ver, pensar y leer el mundo a través de cierto tipo de imágenes. ¿Cómo y por qué se recuerda?, ¿qué ocurre en nuestro interior para hacernos capaces de evocar ciertas escenas, situaciones, nombres y personajes? ¿No será que muchos recordamos ya “fotográficamente” magnificando y absorbiendo lo visual por encima de lo que nos proporcionan nuestros otros sentidos? ¿No esto lo que pasa, cuando al ir caminando por la calle nos detenemos ante lo inusual, lo inesperado, y lo observamos fijamente para que quede grabado en la memoria como una imagen fotográfica? ¿No es así como vemos a quien nos ama, detenidamente, fotografiando mentalmente las líneas, lunares y pequeñas imperfecciones de su cara? Cuando recordamos la cuna de nuestra primera infancia ¿realmente la recordamos, o la sentimos palpitando dentro de la memoria por obra y gracia de aquella fotografía donde la hemos visto un millón de veces?
La fotografía y la memoria, son para el individuo y las sociedades occidentales actuales, dos caras de la misma moneda.
[1] “Un canguro llamado huachinango” fue impartido, en mayo de 2010, por Pedro Meyer, en la fundación que lleva su nombre. Las imágenes que se utilizan para ejemplificar las posibles relaciones entre memoria y fotografía, fueron realizadas por los asistentes al taller.
1 comentario:
Soy de disfrutar mucho de la fotografía y por eso trato de conseguir mucho sobre imágenes profesionales. Me gustan la buena calidad y por eso en mi LCD TV veo programas increíbles
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